domingo, 20 de noviembre de 2011

Comfortably Numb

(Final)

Seguramente, alguna vez has sentido como la ansiedad recorre tu cuerpo desde las extremidades inferiores hasta tu coronilla. En ese momento sabes que la congoja no solo produjo una efímera desazón, sino que dejó estragos que permanecerán por mucho tiempo… Tal vez persistirán durante toda tu vida. Imágenes, sonidos, palabras, personas, lugares que asiduamente te recordarán todas aquellas experiencias y que ―sin consideración alguna― te harán revivirlas de una manera cada vez más desmesurada: cuando intentes desdeñarlas, te acongojarán con su constante vaivén y sus ataduras te asirán cada vez más fuerte. Solamente en el instante en que tengas la capacidad de asimilar las consecuencias de tus decisiones, de tus acciones y consigas superar tus temores, tus complejos, tus pesadumbres, podrás desgajar esas cadenas y comenzarás a vivir en libertad.
Claro, el contexto es tan favorable que solo falta un poco de determinación…

A partir de la pugna que tuvimos con los transgresores, mi única tarea fue la de realizar patrullajes de reconocimiento. Jamás hubiera conjeturado que lo que principiara en mi vida como una crisis socioeconómica más, se haya convertido en este irrevertible cataclismo.

En las últimas semanas hubo muchas bajas; sin embargo, se retrasó el arribo de los reemplazos, pues los cárteles lograron romper el cerco y cortar varias de nuestras vías de comunicación y transporte. Esto también originó el nulo abastecimiento de armas y municiones, las cuales poco a poco se fueron terminando. Aquello no fue un escollo para continuar con la conflagración: ahora más que nunca el país nos necesitaba.

Una noche de otoño, de esas en que la luna se ve más cercana y brilla con mayor intensidad, de esas que de niño nos causaban cierto temor, de esas tan apreciadas cuando se era adolescente y se pensaba en aquella persona, de esas que nos hacen hablar de esta manera tan empalagosa (como la mía), acaeció lo inevitable: durante nuestro patrullaje nocturno, hicimos contacto, nuevamente, con los delincuentes. No obstante, esta vez no trataron de eludirnos e irse, sino que nos embistieron y nos forzaron a replegarnos hasta la base. Nuestra patrulla no pudo hacer nada para detenerlos o retardar su movilización, pues solo éramos 10 hombres contra un vasto número de adversarios, los cuales rápidamente avanzaban hacia nuestro recinto. Los demás soldados y yo corríamos, como nunca lo habíamos hecho, para evitar que nos hirieran. Además, nuestro designio era apercibir a las autoridades de la base de que el enemigo se aproximaba hacia nosotros. Esto con el objetivo de organizar una estrategia defensiva.

En cuanto logramos observar las atalayas de nuestra instalación, comuniqué a los vigías ―a través de la radio― que estábamos siendo perseguidos por el enemigo. Los centinelas se aprestaron a confirmar la información. Ipso facto las alarmas de la base comenzaron a escucharse. Cuando por fin llegamos al fuerte, los demás elementos estaban prestos para defenderlo. Transcurrieron alrededor de 10 minutos antes de que los compañeros de la torre pudieran vislumbrar a aquellos criminales. De inmediato se iniciaron las hostilidades, pues ellos no dudaron en abrir fuego contra nosotros. Al grito de “Vamos a por esos ca…”, el general Gómez dejó de lado las formalidades. Cogí mi arma ―con mucha vacilación― y dirigí el punto de mira al primer hombre que pude enfocar. Experimenté fuertes pulsaciones en mi pecho y un constante temblequeo en mi cuerpo, pero al mismo tiempo sentía que mi cabeza no estaba vinculada con lo que acontecía en su realidad extrínseca. Entonces accioné el fúsil; había herido la pierna de aquel individuo. Continué disparando a cuanto extraño observaba. El miedo y la adrenalina recorrían mi ser. Cada vez que lesionaba a alguien, mi cuerpo se alijaba de toda esa frustración y cólera que había sobrellevado durante tanto tiempo.

Ellos eran muchos hombres, y nuestras tropas estaban menoscabadas. Además, traían consigo una mayor y mejor cantidad de armamento que el nuestro. Avanzaban casi sin ningún tipo de óbice, mientras que nosotros nos replegábamos más y más dentro de la base; sin embargo, llegamos al punto en cual no había hacia donde más recular. Los narcotraficantes ingresaron expeditamente a las instalaciones, pues no hallaron ningún tipo de resistencia. La mayoría de nosotros ―los pocos que aún subsistíamos― estábamos refugiados en el almacén de avituallamientos, ya que intentaríamos repeler su ofensiva, pues nuestras mandos superiores se habían escabullido del lugar.

Llegó la hora. Escuchamos fuertes detonaciones, puesto que habían arrojado explosivos dentro y fuera del inmueble. En seguida oí clamores, quejidos, gimoteos, sollozos...
Corrí rumbo a la bodega de la planta baja mientras tenía en mente el rostro de mis padres, de Ana María, de Pablo, de Luis y de todos mis amigos. Descendí apresuradamente y vi los cadáveres de todos mis camaradas. No llegué a tiempo para subvenirles. Finalmente, los asesinos entraron al almacén mientras yo, en un estado irracional y de vesania, descargué mis últimas balas sobre ellos. Pude ver que herí a un par, pero en ese momento alguien me disparó. Después de eso, todo se tornó negro. Recuerdo que volví a contemplar a muchas de las personas y acontecimientos que erigieron mi vida, mi realidad, mi mundo.

Hoy, cuando desperté, me di cuenta de que estaba recostado sobre una cama de hospital. Logré sobrevivir, pues me dijeron que justo cuando los narcotraficantes ocuparon el lugar, aparecieron nuestros refuerzos, los cuales expelieron a los enemigos del lugar y recuperaron el control de la base. En aquel sitio, solo seguíamos con vida una decena de soldados y yo, por lo que nos trajeron a este hospital militar. Hasta hace un momento me encontraba alborozado, pues además de que había salido con vida de aquel siniestro, volvería ver a todas aquellas personas tan importantes para mí. Pero todo se derruyó: me comunicaron, a través de un simple trozo de papel, que en cuanto me recuperara de mis heridas, sería nuevamente solicitado para cumplir con mi llamado al deber.

Ahora sé que jamás volveré a ver a las personas que quiero: este solo es el principio del fin...


domingo, 13 de noviembre de 2011

Ilhuicatl Tonatiuh


(Final)

Nueve días atrás, toda la división fue trasladada al estado de Chiapas. Ahora sí, ha comenzado nuestro viacrucis...

La semana pasada concluyó el adiestramiento militar básico; sin embargo, los mandos superiores, mediante una ceremonia, declararon que estábamos listos para comenzar a operar. Aunque el discurso del general Sánchez aparentó ser muy axiomático y convincente, dentro de cada uno de nosotros siempre existió una constante sensación de inseguridad. Mientras aquellos hombres exponían sus métodos e inventivas, nosotros ―unos simples supeditados sin la facultad de deliberar o elegir― sosteníamos una mirada perdida. En determinadas ocasiones, levantábamos y girábamos la cabeza en todas direcciones: parecía que intentábamos converger con alguna mirada, la cual nos ayudara a zanjar esta situación.

Después de toda esta convulsión emocional, la mayoría decidió retirarse del lugar, en medio de un profundo silencio. El comedor estuvo casi vacío, tanto a la hora de la comida como de la cena, ya que por la mañana partiríamos hacia el sur del país, lo cual originaba un sentimiento de desánimo y desmoralización en todos los elementos. Finalmente, por la mañana, partimos hacia nuestro destino.

Fue un éxodo de no más de cinco horas, el cual me hubiera gustado que se prolongara. Por la tarde, comparecimos en una improvisada base militar. Esta estaba dentro de lo que antes había sido una escuela. Había mucho más movimiento que en la instalación anterior, pues arribaban y partían vehículos a toda hora, los médicos y enfermeras iban de una habitación a otra, así como una incesante entrada y salida de mensajes o documentos.

Al igual que en la base anterior, el dormitorio está en malas condiciones. Ahora, las tareas a consumar ya no son las de limpiar los baños o preparar la comida, sino que debemos hacer guardias, patrullajes, operaciones especiales, etcétera. Definitivamente son actividades mucho más expuestas, pero ―al igual que los demás― si no deseo tener problemas o recibir correctivos, debo ejecutarlas tal y como se me indica.

Los primeros días fueron relativamente tranquilos, ya que solo se me asignó asegurar y avizorar el almacén de municiones, junto a otros soldados más. Aquellas noches de vigilia fueron muy sosegadas. No había mucha comunicación entre nosotros, pues debíamos estar concentrados en nuestra labor. Los días posteriores fueron mucho más intrincados. Se me comisionó merodear y salvaguardar la zona, junto a una de las patrullas; deberíamos de asegurar el perímetro, y hacer frente ―en dado caso― a cualquier tipo de amenaza. Durante mi primer día como miembro de la patrulla, la noche se tornó muy serena. Los únicos sonidos que percibíamos eran el soplar del viento y su refriega con el follaje de los árboles, nuestras respiraciones, nuestros pasos, nuestras voces. Solo veíamos plantas, insectos, roedores, serpientes, etcétera, pues la lobreguez no nos permitía ver más allá de nuestros pasos…

Ayer, el segundo día de patrullaje, creí que todo sería igual de plácido que la noche anterior. La primera hora de vigilancia, pudimos escuchar movimientos muy extraños, los cuales produjeron una gran inquietud en mí. Continuamos caminando, y en ese instante ocurrió lo que tanto había temido… Hicimos contacto con un grupo de delincuentes, miembros del narcotráfico. Al escuchar el encendido de los automotores, las voces y los pasos de estos, corrimos a averiguar lo que estaba pasando. Uno de los soldados se adelantó del grupo y consiguió ver a alrededor de 15 hombres que (con mucha celeridad) abordaban un vehículo. Avanzamos detrás de nuestro camarada; pudimos ver que intentaba detener a aquellos criminales, pero en seguida escuchamos un estrépito. Aquellos hombres habían herido al sargento Martínez. Al ver esta escena, mis otros compañeros se apresuraron a acometer al enemigo, mientras que yo corrí a socorrer a mi superior. Lamentablemente, los agresores consiguieron huir, pero afortunadamente el sargento logró sobrevivir.  

No sé qué pensar, qué sentir, qué decir. Las imágenes de lo acaecido ayer son lo único que tengo en mi mente. No estoy seguro de que exponer mi vida en una beligerancia casi perdida, sea lo más inteligente…

domingo, 6 de noviembre de 2011

Sie


(Final)

Dos semanas, solo ese tiempo he residido en esta instalación militar. Estoy alojado en un dormitorio frío y húmedo, con paredes que parecen expresar todo lo que frente a ellas ha ocurrido. Se ven grises, desgastadas y cada vez más delgadas. Duermo en una doble litera, debajo de la cama del cabo Saavedra, la cual cruje mucho y se encuentra en un estado deplorable. Debemos levantarnos a las 5 en punto, ya que únicamente podemos emplear quince minutos para asearnos y desayunar. La comida es muy mala, pero ―al igual que lustrar el calzado, portar correctamente el uniforme y cumplir con las tareas― es obligatorio comerla para evitar el debilitamiento de las unidades.

La primera semana fue muy complicada, debido a que adaptarme a este lugar ha sido muy difícil. Aún no lo consigo, y sé que tardaré en hacerlo, pero intento cumplir con todas mis labores asignadas, respetar los horarios y no objetar ninguna de las órdenes superiores. Mi comportamiento no es más que la forma de expresar mi temor a ser reprendido o arrestado. De nuevo me encuentro en una situación de confusión, pues no sé si esté haciendo lo correcto o deba sublevarme ante el abuso en que nos encontramos.

Cuando transcurría la segunda semana de mi estancia en la base, tuve la fortuna ―o desventura― de coincidir con dos de mis viejos amigos. El martes, durante las tareas de limpieza, pude ver a Pablo, de quien no sabía nada desde hace varios meses. Me aproximé a él por detrás, le tomé el hombro y le dirigí un excitado saludo; él se volvió rápidamente (con mucha difidencia), pero, al observar que era yo quien le hablaba, su gesto cambió de forma radical: seguramente sintió el mismo alivio que yo, de saber que ya no estaríamos solos. Había finalizado mi trabajo, pero él aún no. Decidí tomar la herramienta y ayudarlo a terminar lo que restaba mientras hablábamos de todo lo sucedido durante los últimos meses. Pablo me dijo que había vivido una situación similar a la mía y, además, que no ha sabido nada de su hermano después de la crisis económica que hubo en el país. Cuando terminamos de contar todo lo acontecido en aquel lapso, vino a mi mente alguien muy importante, y que ―con todo esto― había olvidado. Le pregunté si sabía algo sobre Ana María, si había escuchado algo acerca de ella o cuándo fue la última vez que la vio; no obstante, él me respondió negativamente, pues hace varios meses que no convergían. Aquel día, estuve pensando todo el tiempo en ella...

Dos días después, durante un viaje al primer regimiento, coincidí con Luis. Él es un amigo de la infancia y hasta hace poco mi compañero de trabajo, ya que trabajamos juntos en una empresa de software, días antes de la hecatombe. Al verme, me brindó un fraternal abrazo y me preguntó por mis padres. Le platiqué todo lo pasado, así como él me habló sobre la adversidad que vivió junto a su familia. Al tiempo que charlábamos, interrumpió su relato, ya que recordó que debía decirme algo muy importante. Aquella urgencia era una plática que tuvo con Ana María. Mencionó que ella le habló acerca de un viaje que haría con su familia al sur del país, para después intentar salir; le expresó la tristeza que sentía por no poder arreglar las diferencias que había tenido conmigo, y su deseo por volver a verme.

Toda la semana he estado pensando en aquellas palabras. Siempre me mostré frío, inexpresivo, hermético, casi inescrutable y en muchas ocasiones indiferente con ella. Ahora entiendo lo torpe que fui, pero espero tener la oportunidad de subsanar mi error. Asimismo, pienso asiduamente en lo que deben estar viviendo mis padres, mis demás amigos, mis compañeros. Aunque la presencia de mis camaradas me ha inyectado una dosis de seguridad, todavía permanece en mí una sensación de ansiedad e incertidumbre.

Solamente espero que todos se encuentren bien…